Pocos personajes como Adolf Eichmann muestran tan claramente el horror del Holocausto. Asesino de escritorio, pieza clave en la telaraña burocrática que envió a la cámara de gas a millones de judíos, su figura sobresale con nitidez en el Olimpo de la muerte, junto a otros jerarcas del regimen.
Sin embargo, no era así a fines de la Segunda Guerra Mundial, cuando los aliados ocuparon Alemania. Por entonces su nombre no decía nada. Y su rostro menos. Hubo que esperar hasta el juicio de Núremberg para que Eichmann empezara a ser conocido como el criminal que fue. Pero ya era tarde: se había perdido en la Alemania profunda, convencido de que en unos años sus actos serían olvidados. Cuando se hizo evidente esa quimera, huyó a Italia, consiguió un pasaporte con ayuda de la Cruz Roja y ciertos miembros de la Iglesia católica, y en el puerto de Genova se embarcó hacia Buenos Aires. Corría el año 1950, y todo parecía indicar que la Argentina, hospitalaria para tantos nazis, le ofrecería la posibilidad de una nueva vida.